jueves, 3 de julio de 2008

Daga

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La mañanita tiritaba de contenta mirando y escuchando el cimbrear de los chiquilines en el campo.


- ¡Daga...! ¡Daga…!

Llegaban los gritos llevados a lomos de un viento que despeinaba los pastizales.

- ¡Daga…!

Y la perra cimarrona, en su trote lento, pero seguro corría tras los pies que revoloteaban descalzos. Daga, sabía de cada senda de apereá, cada madriguera, cada cueva en las zanjas, cada escondite de alguna liebre apurada.

Sabía de carcajadas cuando disparaba la perdiz, o cuándo el tero escondía su nido. Estaba siempre en noches de trasfogueros, donde el silencio cortaba filoso la respiración de la gurisada, escuchando de lobizomes y luces malas.

Cuidaba el andar lento de la petiza de Manuela cuando, en campereadas, se quedaba “para atrás”.

- ¡Apurate lerda! - le gritaban los otros en las porteras y Daga daba vuelta a acompañar el trote de la rosilla mañera.



Sabía del miedo a los temporales que tenía Eloisa, y dormía con la mano de la gurisa prendida a su piel, mientras, allá afuera los relámpagos blanqueaban el campo sin despertar a la niña dormida. Daga acompañaba en las pesquerías a Braulio, cuando las zanjas eran un espejo donde la luna danzaba y las tarariras demoraban en los sueños del gurisito pescador.



Siempre se la veía, como si fuese una sombra, correr bajo el estribo de “Prenda”, la zaina escarceadora y coqueta de Ismael en su recorrida por el campo.

Las tropeadas y las campereadas siempre la tenían abriendo surcos, como si fuera una yegua madrina, y no había atropellada de toro, ni de ganado alzado que no la tuviera prendida a los garrones.



Una mañanita, en que venía al trotecito lento, llevando de tiro un sol perezoso, se asustó sobre las cuchillas cuando escuchó el grito desgarrador ¡que hizo callar hasta los teros!

- ¡Mamá, Mamá! Una mano envenenó a Daga...

¡El día se puso triste de repente y el monte y el campo callaron de dolor!

Fue una mano que no conocía el miedo de Eloisa, ni la ternura de la perra con Manuela, o a la mejor amiga y compañera que tenía Braulio.

En el galpón ese día, el recado de Ismael amaneció solo, y cuando “prenda” salió a su campereada mañanera, sintió el peso de la mano en las riendas y devoró cuchillas, para que el viento se tragara la emoción que amenazaba un aguacero en los ojos del hombre fuerte que la montaba.

- ¿Mama? ¿adónde van los animales cuando mueren? –

Y Carolina ahogó un sollozo en la tranquera de su garganta.

- ¡Al cielo! -

¡Le salió bien de dentro la respuesta!

- Sino, ¿quién cuidará al niño Jesús cuando la madre lo pierda? ¿Cómo saldrá a pastorear estrellas y astros, sin Daga? ¿Cómo parará rodeo con esos Ángeles traviesos?, ¿Quién acompañará al niño en las cacerías de tatús y mulitas? -

Esa noche azul, Eloisa rezó; las manos juntas mirando al lucero con su cencerro de luz cómo si ante un altar estuviera.

- Virgencita querida, ¡no te preocupes por el niño Jesús! ¡Daga lo va a cuidar! ¡No te olvides que con temporales tenés que dejarla entrar y dormir debajo de su cama! -

En el cielo una estrella pareció le titilar en una sonrisa ¡como si la madre de el niño Jesús la escuchara!

Contenta, se metió en la cama y soñó que el revuelo de nubes era Daga correteando Ángeles. Esa noche la niña durmió tranquila, su manito prendida a las cruces de su perra cimarrona...




Isabel
Berrutti
Fielitz

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